Para que una película pueda funcionar, es imprescindible que el espectador se identifique con el protagonista. Es algo que los guionistas saben muy bien. Esa identificación pasa por sufrir por sus desgracias, alegrarse por sus aciertos e, incluso, pasar hambre cuando lleva tiempo sin comer.
El proceso para llegar a esa identificación, breve en pantalla, tiene que estar muy bien hilvanado. Entre otras cosas, porque hay poco tiempo para lograrlo. Y siempre pasa por ver a nuestro personaje en diferentes situaciones, especialmente las personales.
Todo ello no tiene nada que ver con que sea buena persona. Lo que tenemos que sentir es que es humano. Le tienen que doler los golpes o las traiciones y debe disfrutar de lo bueno que le regala la vida. Siendo así, puede ser peor que la cicuta, pero habrá captado nuestra atención y avivado nuestro sentimiento positivo hacia su persona. Un ejemplo claro lo tenemos en los últimos trabajos que se han hecho sobre Pablo Escobar, donde como espectadores le perdonamos esos pequeños pecadillos.
Por eso, en las películas del Oeste, los indios son siempre los malos. Vale que sabemos que eran sus tierras las que estaban siendo invadidas, que luchaban en inferioridad de condiciones y que sufrieron una masacre sistemática casi hasta su exterminación.
En las películas del Oeste, los indios son siempre los malos... Clic para tuitearPero como espectadores, eso nos trae al pairo. Lo que vemos es que esos malvados están atacando a los personajes a los que conocemos, a los que vemos sus caras y sabemos sus nombres De los indios apenas tenemos información. Son sombras maléficas y despersonalizadas a los que hay que matar para que la historia siga adelante.
Y quien habla de indios, habla del Vietcong o de los Tutsis. O incluso de los esbirros de Spectra a los que James Bond elimina a docenas. Aunque de estos últimos, y su tesón por acabar con 007 podemos hablar otro día.